Hola a todos. Como sabéis, de vez en cuando me gusta compartir con vosotros algo más que talleres: ilusiones, recomendaciones literarias, actividades relacionadas con este maravilloso mundo, etcétera.
Como también sabréis algunos, hace poco he comenzado a impartir clases de escritura creativa en la universidad San Pablo CEU, con un programa que pretende que los alumnos puedan preparar un proyecto de novela a lo largo de tres meses. La verdad es que las clases son geniales, pues son muy variadas y los alumnos, que tienen todo tipo de gustos en cuanto a la literatura, aportan sus diferentes visiones, enriqueciendo cada sesión y además intrigándome, pues estoy deseando saber más sobre las novelas que tienen en mente y cómo van evolucionando.
Entre estos alumnos está Alfonso Fernández Azorín. Tiene un proyecto de novela que me ha parecido interesantísimo y que espero que pueda contaros en un tiempo como una obra terminada que todos podáis leer y que esté en las librerías. Pero hoy os traigo un relato escrito por él como parte de los ejercicios que les propongo para practicar. La idea era sencilla: rellenar una ficha de personaje y escribir, a partir de ella, un relato en el que se refleje una de las experiencias que ha influido de manera especial en la vida del mismo. Aparte de un estilo sencillo, suave y bonito, su relato me ha conmovido de manera especial por su contenido. Y quería compartirlo con todos vosotros. Alfonso ha hecho algo más que alegrarme el día :).
Aquí lo tenéis:
EL CHISPAZO
Siempre había sido un tipo austero. De familia muy humilde, el desarrollo económico europeo permitió a sus padres emigrar a Alemania en los cincuenta, para retornar a su Extremadura natal cuando Serafín, el mayor de los hijos aún no contaba la decena; la niña, la mediana, empezó en ese mismo año del retorno a España la escuela primaria; el pequeño aún no se andaba.
Creció pues entre estrecheces y se fue haciendo mozo en época de cambio, cuando los movimientos juveniles experimentaban su apogeo, la nueva música revolucionaba la sociedad y sus costumbres y los valores más tradicionales empezaban a hacer agua en todas partes. La época influyó en Serafín sobremanera, pero obligado como estaba a sobrevivir en un entorno duro y de escasez -estudió siempre becado, hizo algún módulo de formación profesional y nunca contó con otros medios que no fueran los que él mismo se procuró junto a su padre trabajando como camarero desde que cumplió los catorce años-, a los diecisiete se empleó ya como ayudante electricista, y metido en la rutina del trabajo nunca fue capaz de sacar a superficie lo que en su interior bullía.
Pero su pasión no era cablear casas ni instalar farolas; y aunque con el paso de los años se especializó y aprendió a montar motores, y más tarde a reparar aparatos de televisión y radio, y aunque el taller que acabó finalmente montando con afán y esfuerzo se convirtió en el referente de todo el vecindario -‘el chispas’, le llamaban-, nunca se sintió totalmente satisfecho con su oficio y jamás llegó a sentirse profesional de la electricidad. Desde el fondo de su ser todo le inducía a pensar que él no había nacido para aquello.
Y es que Serafín, austero, sí, pero locuaz y muy simpático, siempre había tenido dotes para explicar lo que sabía -y aún lo que desconocía- a sus amigos, y entre ellos y entre su propia familia, se había ganado desde niño el sobrenombre de ‘el maestro’. De tanto escuchar el mote que sin él pedirlo le habían dado, de tanto imaginarse de pie ante una pizarra y con sus alumnos, acabó ya desde niño viéndose a sí mismo, de mayor, en una escuela -con bata blanca y armado de una tiza- enseñando, jugando y disfrutando, rodeado siempre de otros niños tan vociferantes e inquietos como él mismo. Esa era probablemente su pasión oculta, la que sin saberlo habría nacido siendo aún niño y la que habría quizás anidado en su interior durante su responsable y movida adolescencia; pero se quedó dentro y nunca fue capaz de aflorar al exterior. Y así pasaron los años…
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Recién cumplidos los cuarenta, Serafín entró en crisis; siempre había oído decir que pasar la frontera de esa edad está plagada de peligros, que era habitual sentir que la juventud se va acabando, que es el momento idóneo para plantearse si se ha de dar un vuelco a la existencia; dedicó tiempo a meditarlo y decidió que sí, que así era, que la insatisfacción en que se debatía le impelía sin demora a cambiar su vida de una forma radical.
Pensó que tendría que volver sobre sus pasos y tratar de hallar el camino que, si su vida se hubiera desenvuelto en otro tiempo o bajo mejores circunstancias, habría quizás ya recorrido. ¿Sería esa trayectoria la de haber sido un buen maestro? ¿Sería aquello -siguiendo lo marcado por aquél mote lejano- para lo que desde el principio estaba predestinado y que el destino no le había permitido? ¿O habría algo más recóndito en su ser, algo aún desconocido y que desde la desazón que últimamente le agobiaba no había aún sido capaz de hacer salir a superficie?
A pesar de esa decisión, Serafín vivió meses y meses de zozobra. Siempre le surgía la misma inquietud, las mismas dudas y preguntas: ¿podría a estas alturas de su vida acometer tal transformación? ¿Sería posible que tras más de veinte años alejado del estudio, sin haber pisado un aula y casi sin haber leído un libro, el ‘maestro Serafín’ recondujese su vida, estudiase varios cursos y se hiciera con el título que le permitiera alcanzar aquella meta tan soñada?
Fue pasando irremediablemente el tiempo sin llegar a tomar decisión drástica alguna; eran ya muchos los años transcurridos desde aquella decisión trascendental y poco a poco se iba acercando a los cincuenta y cinco; sentía cada día más, de forma imperiosa e inaplazable, la necesidad del cambio. Pero seguía y seguía rumiando el problema, las medidas a tomar, las implicaciones personales y familiares que cualquier decisión tendría; y al cabo, nunca se atrevía a dar el paso. Hasta que…
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… una tarde, paseando por su barrio, se fijó en un anuncio que atrajo de inmediato su atención. Frente a él, en grandes dimensiones y sobre un fuerte y contrastado tono negro, se perfilaba el hermoso plumín de una estilográfica bajo el que podía leerse en grandes caracteres:
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Un relámpago atravesó su mente; sintió una fuerte sacudida, un ramalazo de inquietud que le llevó a un estado de tensión excepcional, tanta, que sin pensárselo dos veces anotó la información que en aquél cartelón veía que se anunciaba.
Inquieto, volvió a casa y aquella noche a Serafín le costó conciliar el sueño; presentía que sin quererlo se le abría una vía sutil y poderosa para canalizar sus inquietudes, una forma de enseñar sin tener que ser maestro, una forma de transmitir sus sentimientos y emociones sin tener que titularse, un nueva manera de vivir que, sin dejar de ser ‘el chispas’, le podría hacer cumplir sobradamente sus más profundas ilusiones.
Se levantó temprano, encendió el ordenador y se conectó a la web que aquél cartel le proponía. Vio de nuevo aquella estilográfica sobre fondo negro y accedió a diversos documentos; en ellos se plasmaban, entre otras muchas cosas, propuestas con diversos planes de formación, todos ellos enfocados a orientar a futuros escritores.
Después, Serafín leyó y releyó con ansia los primeros dos capítulos del curso en que finalmente se había inscrito; y casi de forma involuntaria, y sin saber cómo ni de dónde había surgido, empezó a plasmar, en los que serían sus primeros folios de escritor, el perfil de un personaje…
Alfonso Fernández 10/10/2014
Precioso. Muy humano…Me ha emocionado.